De tanto manejar el concepto de sostenibilidad se ha convertido en una especie de comodín, utilizado con tanta profusión como oportunismo. A menudo da la impresión de que basta con aplicar a algo el calificativo de “sostenible” para que la cuestión adquiera marchamo de calidad, reconocimiento incuestionable, pátina impermeable a la crítica. Ahora bien, cuando la reiteración indiscriminada prima sobre el empleo cuidadoso del término, siempre se corre el riesgo de banalizar la idea y de convertir aquello que la acompaña en mercancía escasamente valorada. No hay cosa peor que abusar de una palabra para que se convierta en falsa moneda. De ahí que quizá ese sea el horizonte que amenaza la consideración que, no tardando mucho, pueda hacerse de
Vaya por delante mi valoración positiva a cuanto de innovador y valiente pueda tener la política de un Gobierno en un pais como España, tan necesitado de impulso para acometer las estrategias que permitan salir de la crisis a través, entre otras medidas, de una reorientación de las pautas de crecimiento y de las conductas, que permita mitigar la fortísima presión a que se ha visto sometido el territorio como consecuencia de la desaforada política edificatoria que ha dejado una impronta tan negativa como irreversible.
Sin embargo, este reconocimiento de la importancia que tiene el despliegue de la voluntad política con sentido corrector en un momento crítico no impide señalar que tanto la estructura como el contenido de
Y no lo es porque son muchas las medidas previstas que no guardan relación alguna con el concepto, ya que en muchos casos forman parte de la lógica en la gestión de los recursos financieros, que acaba al fin por imponerse, suponen en otros la mera transposición de normas de dimensión comunitaria europea o incurren en contradicciones, como cuando se plantea la drástica reducción de las emisiones de carbono mientras se propone financiar con varios miles de millones de euros la extracción de carbón o se apuesta por ambiciosos planes de movilidad “sostenible” a la par que se apoya la venta de automóviles y la construcción de obras de infraestructura a favor de los tráficos por carretera.
Con todo, y aun admitiendo que los compromisos ante la crisis pueden llevar a incurrir en tales antinomias, lo más llamativo es que en una Ley que se dice Sostenible los elementos ambientales brillan por su ausencia. El territorio está ausente, del paisaje ni se habla, el agua y los suelos son considerados con sorprendente trivialidad. De este modo las referencias ambientales aparecen consideradas de forma fragmentaria, al margen de esa coherencia necesaria a que obliga el reconocimiento de las interdependencias que se dan en el funcionamiento de las estructuras naturales y las relaciones que se producen entre éstas y las sociedades. Reducir el tema medioambiental al estricto problema de las emisiones de dióxido de carbono supone un evidente reduccionismo que se aviene muy mal con la perspectiva integradora y a largo plazo inherente a la noción de desarrollo sostenible.
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