Corren malos tiempos para la sensibilización ambiental.
Pero, ¿es que los ha habido buenos alguna vez? Cuando la euforia inmobiliaria sacudía al país por los cuatro costados, todos tuvimos ocasión de comprobar con qué desidia y desconsideración se trataban las cuestiones relacionadas con los impactos provocados. Cuando llega la crisis, las prioridades son otras y encaminan sus miradas hacia la solución de las emergencias que conmocionan a la sociedad, relegando a un segundo plano aquellos objetivos que cualitativamente contribuyen a la mejora de las condiciones en las que se desenvuelve la vida de una sociedad.
En uno u otro caso, el territorio es la víctima, el problema desatendido, el valor menospreciado. Por tanto, duele, aunque no sorprenda, lo que certeramente se denomina "la crónica de una decepción". No pintan bien los balances que proporciona el conocimiento de la situación en que se encuentran los Informes de Impacto Ambiental ni las Memorias requeridas en los procedimientos de Evaluación Ambiental Estratégica del planeamiento urbanístico.
Y, por otro lado, no parecen desacertadas las reflexiones que insisten en la necesidad de fortalecer el enfoque crítico aplicado a los instrumentos esgrimidos políticamente como expresión de una voluntad a favor de la calidad ambiental del territorio. La experiencia acumulada de las Agendas 21 ayuda a comprender que no siempre el balance ha sido tan satisfactorio como se pretendía ni los procedimientos puestos en práctica tan efectivos. Las ideas sugeridas al respecto por Salvador Rueda, director de la Agencia de Ecología Urbana de Barcelona apuntan claramente en esta dirección, que no podemos ignorar.